MI MIEDO
Desde pequeño siempre he tenido un miedo que nunca lo he podido superar, el poder habla con gente desconocida. Pero se vuelve más difícil cuando a esa persona la conozco, pero no tengo tanta confianza. Sinceramente, no es un miedo muy intenso, pero si es verdad que me genera una gran incomodidad que me aparece cuendo veo a alguien familiar y no sé ni como saludarlo, si iniciar una conversación o pasar de largo. Y me pongo a reflexionar sobre si querrá hablar conmigo, o si mi saludo le parece incómodo. No parecen muy importantes estos pensamientos, pero me han hecho evitar encuentros en más de una ocasión.
Este miedo, con el tiempo, me he dado cuenta que es la inseguridad de lo que puedan pensar los demás sobre mí, básicamente el miedo de ser juzgado. Con los desconocidos, aunque me prodce ese miedo, si algo sale mal probablemente no vuelva a ver a esa persona. Pero aquellos que me conocen o que tiene relación con alguien cercano a mí, siento que tengo que medir y analizar cada palabra y movimiento que hago, y posteriormente me pongo a pensar si era la manera correcta con la que debía haber actuado. Es una sensación muy mala para mí y que no me gusta experimentar.
El sábado decidí enfrentarme a ese miedo. Me propuse no esquivar a nadie y, en su lugar, iniciar las conversaciones cuando se me presentara la oportunidad y que no me importara lo que pensaran de mí. La verdad es que no quería hacerlo por mi vergüenza y estaba nervioso pero me enfrente a ello.
El primer desafío llegó temprano, cuando fui a desayunar con mis padres a una cafetería. Vi a un compañero del colegio con quien había estado mucho tiempo con él en clase. Al principio me hice el distraido, pero luego le saludé con una sonrisa. Él se alegró de verme y estuvimos hablando durante un rato. Hablamos de cómo estábamos después de tanto tiempo, y recordamos muchas cosas del colegio. Me di cuenta de que, en realidad, él también tenía interés en conversar, y que mis miedos eran infundados.
Más tarde, en la calle, me crucé con una antigua vecina. En otro momento habría evitado el contacto visual, pero esta vez le pregunté cómo estaba. Fue una conversación breve, pero agradable. Me contó sobre su familia, sobre cómo habían cambiado las cosas en donde vivía antes, y me agradeció por haberme detenido a saludar. Me sorprendió darme cuenta de que, muchas veces, las personas también disfrutan de estas pequeñas conversaciones, al igual que disfruté yo.
El momento más desafiante llegó en el supermercado, cuando vi a un exentrenador mío de futbol con quien no hablaba desde hacía años. Me empecé a preguntar si debería saludarlo porque a lo mejor no se acordaba de mí. Pero decidí que ya había avanzado demasiado en el día como para echarme atrás. Me acerqué, lo saludé y, para mi sorpresa, él también se interesó en saber qué había sido de mi vida. Nos pusimos al día sobre nuestros caminos después del último partido que me dirigió, compartimos algunas risas y, cuando nos despedimos, sentí una satisfacción inesperada.
Al final del día, me di cuenta de algo importante, la mayoría de las veces, el miedo estaba solo en mi cabeza. Nadie me miró raro, nadie hizo un comentario sobre mi tono de voz o mi forma de saludar. Las conversaciones fluyeron. Comprendí que no tenía que tener la frase perfecta o el tema más interesante, solo las ganas de conversar.
Este pequeño experimento me hizo ver que, a veces, el miedo a la incomodidad nos impide conexiones que pueden ser valiosas. La clave no está en evitar el miedo, sino en actuar a pesar de él. Y hoy, al menos por un día, lo logré.
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